El Día de la Mujer, a pesar de celebrarse en distintas fechas desde hace más de cien años alrededor del mundo, sigue generando confusión.
Parece ser que el concepto no termina de quedar claro y sobre todo, aunque parezca mentira, entre muchas mujeres. «Yo no voy a esa concentración porque no creo en el feminismo», «¿Por qué voy a hacer huelga si mi jefe y mi marido me tratan bien?, «Lo de la desigualdad de género no existe», son algunos de los argumentos que hemos escuchado en los últimos días de boca de mujeres de distintas edades y estratos sociales.
Pero hubo una que me llamó la atención y que fue «esa es la huelga y la manifestación de las feminazis».
Yo he crecido en una familia pequeña y compuesta en un 99 por ciento por mujeres ya que el único hombre de, repito, un reducido grupo familiar era mi padre. Un tipo que con todas sus contradicciones siempre nos respetó y motivó para ser independientes y dueñas de nuestra vida.
Y como nací en uno de los países más cosmopolitas del planeta, en el que la mayoría somos nietos de inmigrantes, tuve la suerte de compartir aula, talleres y juegos con compañeros y compañeras de origen judío cuyos abuelos y abuelas habían conseguido encontrar en Argentina un refugio seguro después de haber logrado escapar o sobrevivir al holocausto.
Mi padre nos contó una tarde, al volver de su trabajo como médico, que esa mañana había visto por primera vez un antebrazo tatuado con un número de varias cifras en una señora mayor judía que había ido a hacerse una revisión. Con lágrimas en los ojos nos explicó cómo le había afectado enfrentarse con uno de los símbolos del horror y nos dijo que le preguntó a la señora por qué no se lo había borrado.
Ella le contestó que aunque se lo habían ofrecido se había negado «porque cada mañana cuando me levanto y lo miro me recuerda que, a pesar de habernos querido exterminar y de los millones de muertos, yo y muchos otros estamos vivos, hemos formado familia y logramos salir adelante celebrando la vida».
Esa marca en su piel era para ella el símbolo de la resistencia por eso no admito que nadie nos llame feminazis porque le faltamos el respeto a la «Bobe Musche» y a todas aquellas mujeres que vivieron el horror en sus propias carnes.
Hay que cuidar las palabras y no repetirlas como loros barranqueros y, por cierto, mal que les pese a muchos y a muchas, no nos vamos a callar y seguiremos luchando por la igualdad.